jueves, agosto 16, 2012

Bajo la Lluvia

Hoy solamente quiero compartir con ustedes, uno de tantos cuentos que he escrito.

Y te vi bailar bajo la lluvia/y saltar sobre un charco de estrellas/te vi bailar bajo la lluvia/esperando la luna llena.
(Quique González/Bajo la lluvia)


Bajo la lluvia

Cualquiera puede decir que Eduardo es un joven afortunado. Estudia en una Universidad privada y de mucho prestigio. Sus calificaciones son excelentes. Es capitán de la selección de fútbol de la escuela y, además, bien parecido. Sin embargo Eduardo cambiaría todo lo anterior por algo que aparentemente le resultaría simple de encontrar dadas sus circunstancias: el amor de una chica que lo amara por lo que realmente es, y no por aquello que representa.
Es de tarde y las luces de los arbotantes de la calle se han encendido. Todavía con el sabor en la boca a triunfo tras ganar el campeonato, se desplaza Eduardo a bordo de su Ford Mustang que le han regalado sus padres, y se dirige a la barra donde el equipo quedó de verse para celebrar el triunfo: un local estilo Irlandés no muy lejos del campus. Al llegar ya lo están esperando sus “brothers” José Manuel y Álvaro, que quienes al verlo rompieron en un parloteo jugoso sobre el resultado del juego, todas las adversidades superadas, aderezado con sendas jarras de cerveza que apuraron con singular alegría. Inmediatamente notaron los amigos de Eduardo que su mente estaba lejos, ausente aunque alegre, no lograban contagiarlo.
–¿Y ahora tú qué tienes, andas ido?– le preguntó José Manuel sin dejar de masticar cacahuates. Eduardo le sonrió, y Álvaro añadió –Este anda otra vez en esa onda querer encontrar a la “vieja de los ojos azules” y no sé qué más. Ya ni la amuelas Lalo, nada más mira a tu alrededor, hay un trancazo de chiquitas mamás dispuestas a sacarte… a pasear, nada más está de que les dediques una sonrisita mi amigo, y créeme que ni te vas a fijar en el color de ojos–.
Aprovechando que Álvaro le daba un trago a su cerveza y que Eduardo nada más no decía palabra alguna, José Manuel le replicó a Álvaro: –Y ahorita vas a empezar con la regla de los tres segundos y tus otras babosadas, eres un puerco–. –Si jalan, ¿qué no?– interrumpió Álvaro, pero José Manuel retomó la palabra antes de que el otro empezara a “rebuznar” de nuevo. –Sí jalan, pero no es lo que Lalo busca, no todos somos animales de granja como tú. Hay quienes tenemos sentimientos, nos enamoramos, no todo es apretar y pujar–.
Álvaro arqueó las cejas diciendo –Ubíquense, par de reses, estamos en la universidad, somos jóvenes y nos espera una vida de responsabilidades; vamos aprovechando el momento, que después ya Dios dirá. Yo por lo pronto voy por otra jarra de “cheve”, mis amigos, a ver si en el camino me encuentro y les encuentro compañía–.
Apenas Álvaro se alejaba, por fin Eduardo abrió la boca y le dijo a José Manuel: –Sabes, mi buen, por un lado creo que Álvaro tiene razón, hay que aprovechar para divertirnos, que debemos sacar ventaja de nuestra edad y situación. Pero por otro lado no puedo evitar querer encontrar a una mujer a la que pueda verdaderamente amar, y se que tú sí me entiendes. No digo que aquel esté tonto, sólo que piensa más como los demás y menos como nosotros. Me cuesta involucrarme con alguien sin que haya amor de por medio, y he ahí la razón por la que no me involucro–. José Manuel se le quedó viendo y entendiendo a su amigo, pero al mismo tiempo pensando que no era para él esa forma de tomar las cosas, tal y como lo hace su amigo Eduardo. Álvaro llegó por sus espaldas y casi los baña de cerveza.
Álvaro palmeó el hombro de su amigo. –Ya te oí, ya te oí. Ese es tu problema, quieres encontrar a alguien y automáticamente involucrarte… y eso sólo se logra buscando. Las mujeres que valen la pena no aparecen así como así, mi amigo, hay que salir y buscar, y buscar, y buscar–. José Manuel le hizo un gesto para que le pasara la jarra: –Ya andas borracho Álvaro, mejor siéntate antes de que nos vacíes la jarra encima–. El tema de conversación se desvió, y como siempre los tres amigos, entre tarro y tarro, comenzaron a componer el mundo.
La noche pasaba rápida y la cerveza corría alegremente en un local atiborrado de jóvenes que coreaban las canciones de moda. José Manuel y Álvaro seguían atropellándose para hablar prendidos del tarro o directamente de la jarra. Eduardo seguía fuera de lugar. Sólo había tomado un par de tarros y volvía a encerrarse en sus pensamientos. Al parecer a sus amigos se les hacia corta la noche para embriagarse, pero para Eduardo la noche se estaba haciendo mas larga que de costumbre. Algo le estaba pasando. Debería sentirse alegre, debería estar festejando, pero no era así. Esa noche algo era diferente pero no atinaba a dilucidar en qué se diferenciaba de otras noches. Decidió, pues, abandonar sus pensamientos e imitar lo que sus amigos estaban haciendo, beber como cosacos y pasarla bien, hablar cosas ligeras y recordar buenos momentos. La noche siguió su curso, bañada de anécdotas, cerveza y canciones. Eduardo consultó su reloj y se sorprendió de la rapidez con la que había corrido el tiempo, que antes apenas se movía, y ahora avanzaba a gran velocidad. Tras dar un último trago a su cerveza, se despidió de sus amigos pagando su parte proporcional de la cuenta.
–A dónde Lalo, la noche es larga, la cerveza es mucha, y la vida es muy corta– exclamó Álvaro evidentemente rebasado por los efectos de la cerveza; José Manuel palmeó el hombro de su amigo y le dijo –No le hagas caso, ya ves como se pone el animalito cuando toma; si quieres te llevamos, porque tú ya andas hasta atrás compañero–. Eduardo tomó las llaves del carro de José Manuel de encima de la mesa y le contestó: –Los que andan hasta las manitas son ustedes… y andan en tu carro, ¿verdad?– dijo dirigiéndose a José Manuel. –Me llevo tus llaves, y pidan un taxi, se las devuelvo cuando estén sobrios, es decir, hasta mañana–. Álvaro inmediatamente respondió: –no la friegues, en taxi, y qué tal si encontramos hoy nenas dispuestas, vas arruinar nuestro estilo… en taxi…–. No estando dispuesto a alegar, Eduardo dio media vuelta agitando su mano en señal de despedida y salió del local, sabiendo que ellos harían lo mismo por él en caso de que fuera necesario.
Había empezado a llover, ¿en qué momento? Eduardo no lo sabía, habían pasado horas sin sentir lo que sucedía afuera, pero el hecho era que llovía y mucho. Quizás por ese hecho la calle estaba vacía. Aunque no hacía mucho sentido en un área de bares, cerca de la universidad, y menos siendo fin de semana. Sin embargo las calles estaban casi desiertas. Desde la entrada del bar Eduardo vio una sombra de repente, sin saber de donde había venido, y la sombra tomó forma de mujer en un instante, y ahora ahí estaba bajo su paraguas protegiéndose de la lluvia. Conforme fue descubriendo su rostro se dio cuenta que era una muchacha guapa, empezaba a mojarse, con el cabello sobre la cara por la carrera que acababa de pegar. En eso, el cabello dejó al descubierto la mirada de ella y Eduardo se sorprendió de esos ojazos de un azul indescriptible, como nunca los había visto antes. Sumergido estaba contemplando esa suave mirada que tardó en darse cuenta que estaban protegiéndose juntos de la lluvia, sin caminar. El sostenía el paraguas y ella le sonreía. Se sintió indefenso, sin palabras por emitir, y para no pasar como un idiota dijo: –Disculpa, ¿esperas a alguien?–. Ella contestó sin dejar de sonreír: –No, en realidad suelo caminar por la lluvia y mojarme hasta el amanecer–.
Continuó sonriendo y Eduardo no logró discernir la broma que le decía aquella chica salida de la nada y que ahora no podía despegarla de su mirada. –¿Cómo dices?– le preguntó con cautela pues ahora parecía que el efecto de lo que había bebido se multiplicaba y no lo dejaba concentrarse. Ella le tendió la mano diciendo: –Hola, soy Ángela y no, no suelo mojarme en la lluvia hasta el amanecer, tampoco estoy esperando a alguien. Busco un taxi, no hay un alma en las calles–.
–¿Puedo acompañarte mientras encuentras tu taxi? Está lloviendo demasiado y con gusto comparto mi paraguas contigo– dijo finalmente Eduardo, recobrando la confianza. –Te agradezco que me lo ofrezcas, ¿no te retraso?– le preguntó ella sin dejar de sonreír. Eduardo medio secó su mano en el pantalón, y estrechó la de ella para encaminarla hacia la acera más próxima. Su mano era suave y agradablemente tibia, y entonces un delicado aroma floral invadió los sentidos de Eduardo, quien sólo atino a pensar: “esto es magia, pura y simple magia, si no cómo puedo percibir ese olor con esta lluvia”. –Y tú, ¿cómo te llamas?– preguntó Ángela sacándolo de su embeleso. –Eduardo, me llamo Eduardo. Discúlpame, pero me ha sorprendido que llegaras sin saber de dónde exactamente, y luego, tus ojos, tus ojos preciosos, me han… deslumbrado–.
–Gracias– contestó ella dejándose conducir hacia donde el edificio del bar protegía un poco a la pareja de la insistente lluvia.
–Entiendo que subir al carro de un desconocido no es precisamente lo que se recomienda en estos casos, pero si quieres, te acompaño al bar y así puedes pedir un…– iba diciendo Eduardo, pero ella lo interrumpió: –No, está bien, si tienes tu carro cerca puedes llevarme, por favor–, y entonces ella rio y su risa se escuchó tan llena de vida como el agua que nutría la tierra. Durante el camino, que se prolongó más de lo normal, platicaron como si se conocieran desde años atrás. Quedaron de verse al siguiente día para comer juntos después de clases.
El pequeño miró con verdadera curiosidad a su abuelo repitiendo: –¿Y luego qué paso después “abue”, qué pasó después?–.
El abuelo buscó la mirada de su hijo, quien observaba la escena y le sonreía. El padre del pequeño inquisidor le dijo al niño: –Después no pasó un solo día sin que ese muchacho se perdiera en el hermoso azul de esa mirada que te ha platicado tu abuelo–.
Guardaron silencio los tres unos segundos, y luego el chiquillo bajó de un brinco del balancín diciendo: –No me gustó el cuento, ya tengo hambre, voy con mami– y arrancó corriendo al interior de la casa. Los dos hombres contemplaron en silencio como iba cayendo el sol tras las copas de los árboles, luego el hijo le dijo a su padre: –En realidad la amaste mucho papá–.
–Desde el primer momento en que la vi, hasta el día en el que simplemente se quedo dormida–, contestó el anciano, cerrando los ojos e inundando su mente de aquel color azul que nunca volvió a ver en los ojos de persona alguna, una vez de que Ángela había partido.

Y de la nada, empezó a llover.



1 comentario:

Anónimo dijo...

QUE TE PUEDO DECIR....SIMPLEMENTE NO HAY PALABRAS.

GRACIAS....Y UN ABRAZO.

Volka Bear