jueves, septiembre 06, 2012

Sin Aliento (1ª Parte)


Sin aliento

Mientras subía las escaleras se decía a sí mismo: “un paso más, todo siempre se resume a un paso más; un paso más y encuentras una veta de oro, o un venero que te ahoga en la mina; un paso más y te promueven en la chamba, o le pisas el callo a alguno de los de arriba y te manda de patitas a la calle”. Se detuvo para respirar y recordó aquella popular canción de: “pasito tuntún” y no pudo reprimir la sonrisa.
El sólo tenía que seguir dando “un paso más” para acabar con todo esto.

Su recorrido subiendo las escaleras le permitió concentrarse en sus propios pensamientos. Pudo perderse en los archivos de su memoria y recordar. Recuerdos, como las sombras del mito de la caverna, desfilando abundantes dentro de su cabeza. La niña del vestido rosa mirándolo fijamente y el dragster arrancando patinando sus ruedas sin ruido en el fondo. Las telarañas colgando en todas partes: en los muebles, en las escaleras de caracol, en los pasillos. Densas capas de telaraña por doquier. El sonido del violín como si cambiara de velocidad dentro de una caja sonora que no alcanzaba a reproducir con claridad la música de fondo. Sueños, memorias y recuerdos entremezclados desde su infancia, y que ahora se habían vuelto tan punzantes en su vida de adulto. Cuando llegó a la puerta de acceso al techo del edificio por su pensamiento cruzó veloz la certeza de que era imposible haber pensado tantas cosas, haber estado en tantos escenarios y con tantos personajes habiéndose imaginado sus conversaciones y gestos, mientras subía las escaleras, en un lapso de tiempo tan corto. Pero era cierto, todo aquello que estuvo recordando en su ascenso, esa gran cantidad de información quedó comprimida en un espacio de tiempo fugaz. Casi sin aliento se sostuvo en el marco de la puerta y maldijo todos los cigarros que había fumado en su vida, la que pronto terminaría si sus planes se cumplían.

El martillar de la sangre que resonaba en sus oídos no fue suficiente para acallar lo que calle abajo sucedía: el sonido de la nocturna melodía urbana, motores, frenazos, bocinas vertiendo violentas notas y sirenas de vehículos de emergencia, que seguramente sonarían más fuerte cuando se aproximen más tarde al ser avisadas que se había lanzado él desde las alturas. Con un ademán cotidiano se quitó el saco y tocó el bolsillo interno del mismo asegurándose que la carta escrita seguía ahí. Vació el contenido de sus bolsillos y los depositó sobre el saco que con cuidado dobló y colocó en el piso. Caminó hacia la cornisa y de nuevo lo asaltó el pensamiento de hacía rato: había que dar un paso más, sólo un escalón más.

Ahora recordó el vértigo que sentía en otra época. Vértigo que llegó a ser un problema para subir a casi cualquier lugar que necesitaba. Lo había paralizado aquella ocasión que subió con sus amigos adolescentes a la torre más alta de la ciudad. Al llegar al restaurante casi bajó a rastras del ascensor y no podía controlar sus rodillas. Ya no subió el piso adicional para ver con los catalejos los detalles de la ciudad desde un mirador que quedaba metros arriba, y que sólo una malla resguardaba del vacío y del precipicio que a él lo llamaba, mortal y misterioso. O como cuando subió años después a esa torre de agua abandonada por unas escalerillas marineras arruinadas, de cómo se detuvo y así detuvo a toda la fila de amigos que lo sucedían, gritándole que no parara, que terminara, que no mirara hacia abajo, que lo había prometido, y que ellos de ninguna manera lo dejarían bajar, antes terminarían allí entumidos hasta la media noche que dejarlo bajar. Así que tuvo que proseguir su lentísima ascensión hasta llegar a la bola de acero a la que se adhirió como con ventosas que no poseía pero imaginaba.

Avanzó hacia la orilla reparando en los olores que le producían extrañas sensaciones de nostalgia. Humo, lluvia a lo lejos, polvo que iba y venía. Apenas apoyó sus manos en aquel murete, cuando escuchó una tos repetida nerviosamente, y después una voz diciendo: – No pensará saltar, ¿verdad? –

Continuará…

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