jueves, septiembre 20, 2012

Sin Aliento (3ª Parte y Final)

Sin aliento (3ª y última parte)

–¿Y cómo se supone que sabes todo eso?– preguntó Gustavo un poco incómodo al constatar que su interlocutor no era ordinario, porque de alguna manera conocía aspectos de su vida íntima. –Ya se lo dije, veo y escucho. La calle es mi mundo y Dios es mi patrón. Yo llegué aquí arriba con su misma intención, pero ya ve, terminé quedándome con este “penjaus”–, y soltó una larga carcajada. –Pero, venga, lo invito a la sala– dijo Luca, y Gustavo, tras recoger su saco de la cornisa, comenzó a seguirlo. Llegaron frente a una banca improvisada de tarimas de madera y cajas de cartón, y como dos viejos amigos se sentaron a conversar. Entre tragos de ron y cigarrillos encendidos con la colilla del anterior, Gustavo regaló su alma en palabras. Dejó que el llanto reprimido por tanto tiempo bañara su rostro, mientras Luca con paciencia infinita escuchaba, apenas soltando un corto comentario de vez en vez. Poco antes de que la luna encontrara al sol, fue Luca quien habló: –Sabes Gustavo, si aún estás decidido a saltar no te detendré. Casi lo has perdido todo. Puedes estar tranquilo, yo cuidaré que tus pertenencias y la carta lleguen a donde deben llegar–, e hizo una pausa para dar el último trago al ron. –Pero date un día más, quizás este amanecer te traiga sorpresas. Nunca sabemos lo que hay justo al doblar el camino, hasta que damos un paso más–. Gustavo no pudo evitar sonreír con cierta melancolía al recordar sus pensamientos de la noche anterior, cuando subía las escaleras. Estrechando de nuevo la mano de su nuevo amigo sólo atinó a decir mientras volteaba al cielo: –Un paso más, un día más–. Se puso en pie, un poco tambaleante por el alcohol ingerido, y se cubrió con su saco. –Gracias Luca, creo que eso haré–. Antes de que abriera la puerta de acceso a la azotea escuchó la voz de Luca a sus espaldas: –¡Hey Gustavo!, cuando quieras hablar conmigo, aquí estaré–. Estaba bastante tomado y cansado, así que en lugar de ir a su casa, optó por tomar el ascensor hasta el tercer piso, donde estaba su despacho, y tras ingresar en él, se desplomó en el sillón de la antesala quedándose profundamente dormido.

En los días posteriores Gustavo y Luca se cruzaron varias veces por el acceso al estacionamiento, el primero conduciendo su auto, el segundo caminando con las manos en los bolsillos. Levantaban la mano a manera de saludo y seguían su camino. Justo a la semana de haber charlado con Luca, la situación de Gustavo empezó a cambiar: un amigo de la universidad que conocía su situación y que recién se integraba al gobierno local le consiguió un par de contratos para la construcción de viviendas. Dos días después le llegó la notificación de haber ganado el concurso para la construcción de un nuevo auditorio, en una ciudad a 90 kilómetros de la suya. Ya ni se acordaba de ese concurso. Comenzó a localizar y a reunir a todo su equipo, y en mente, cuerpo y alma se puso a trabajar en los proyectos.

No fue hasta una mañana, que después de desayunar su esposa preguntó: –Oye “gordo”, y qué pasó con Luca, ya no me has contado nada de él–. Con tanto trabajo Gustavo ni se acordaba de Luca, a quien saludaba eventualmente en la calle como parte de su rutina, pero nada más. –Sabes, sólo lo saludo cuando nos vemos en la calle, cerca del edificio, pero no he hablado con él–. Su mujer hizo un gesto de desaprobación y dijo: –Deberías de invitarlo a comer. No sé, llévalo a algún lugar, o pide algo e invítalo a tu oficina. Después de todo, gracias a él no cometiste esa locura–. Gustavo se acercó a su mujer y tras darle un beso, dijo: –Tienes razón, hoy lo voy a buscar para llevarlo a comer a un buen restaurante, pero antes, creo, tendré que llevarlo a algún lado para que se asee y se compre ropa más presentable. Se me acaba de ocurrir que le puedo ofrecer un empleo… pero bueno, ya te contaré en la noche–, y ambos se despidieron. Al llegar a su oficina, y antes de ingresar con su carro al estacionamiento, hizo un alto breve para ver a ambos lados de la acera y buscar con la mirada a su amigo, pero ni rastro de Luca. Tomó el ascensor y cuando llegó a su oficina, todos estaban en las ventanas viendo hacia la calle. Un enorme camión estaba detenido casi en la entrada del edificio y un mundo de curiosos estaban formando la clásica valla de mirones. A Gustavo le dio un vuelco el corazón y salió corriendo hacia abajo por las escaleras de emergencia. No se detuvo hasta que llegó al cordón de policías. –¿Que pasó?–, preguntó agitado, y con la frente perlada de sudor. El policía se le quedó viendo con cara de no entender y contestó: –Amigo, si no puede ver el camión y oler la cerveza que se ha tirado, creo que lo tendré que arrestar por andar bajo la influencia de alguna sustancia ilegal, ahora lárguese de aquí. ¡Despejen la maldita área, con un carajo!– dijo el policía avanzando hacia la gente. Todavía intranquilo corrió hacia los ascensores y se dispuso ir a la azotea. Cuando por fin llegó, al abrir la puerta ésta se azotó contra la pared, sacándole tremendo susto al guardia de seguridad que, recargado en la cornisa, veía tranquilo el accidente desde las alturas. –Por Dios, “Arqui”, ¡por poco me mata del susto!–. Gustavo sin prestar atención a las palabras del guardia sólo atinó a preguntar: –¿Dónde está Luca?–. El guardia se encogió de hombros y contesto: –Aquí no ha subido nadie el día de hoy–. Gustavo agitó las manos y le dijo:
–Luca, el vagabundo, el que vive aquí en la azotea–, y comenzó a caminar para rodear la torre de enfriamiento, –el hombre que aquí tiene su…– y se contuvo al descubrir que las tarimas y cajas de cartón que habían sido la improvisada banca donde platicaron por horas días atrás, no estaban.
–Arqui, ¿se encuentra bien? Por supuesto que aquí no vive persona alguna. Tengo cinco años como guardia de seguridad en este edificio y le puedo asegurar que ningún vagabundo ha dormido aquí y muchos menos establecido residencia–. La contundencia de la elocuencia del guardia lo estremeció, y se volvió para decir: –Pero todavía ayer en la mañana lo vi saliendo del edificio; y hace unas semanas, por la noche aquí lo encontré–. El guardia se encogió de hombros contestando: –Quizás lo soñó Arqui, créame, aquí no ha estado nadie quedándose por las noches, como dice. Le confieso que llevo años que todas la mañanas subo aquí para tomarme mi café y jamás me he cruzado con nadie en el camino, pero no se lo vaya a decir al supervisor, ¿eh?–. El rostro de Gustavo reflejaba confusión. –Arqui, ¿de verdad se siente bien?, ¿quiere que llame a un médico?–. Gustavo puso sus manos en la cintura y, agachando la cabeza, la movió en señal de negativa. Dio media vuelta e inicio el camino de vuelta a su oficina. Al entrar, ya todo mundo estaba en sus labores, pero lo vieron con curiosidad. Aún no se explicaban por que había salido corriendo, y ahora el desconcierto en su rostro les llamaba más su atención. Sin decir palabra entró a su privado, cerró la puerta y las persianas de los ventanales, y al tomar asiento notó sobre su escritorio un sobre sin sellar. Lo abrió con cuidado y observó que había un papel dentro doblado con delicadeza. Lo desdobló y vio un dibujo infantil.
Era un ángel sonriendo al lado de una cama donde un pequeño dormía. Entre los garabatos desteñidos por el tiempo se podía adivinar que decía “mi ángel”. Reconocía el dibujo, desde luego: lo había hecho él mismo a los seis años, y no lo había vuelto a ver por décadas, pues se había quedado en casa de su madre con tantas otras cosas que le pertenecieron en otro tiempo. En ese instante notó que en la esquina inferior derecha tenía algo escrito con exquisita caligrafía, y acercó la vista para leer, mientras una lágrima rodaba ya por su rostro: “Piensa en mí cuando me necesites, y contigo estaré. Como cuando eras un niño. Luca.”

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